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Primera sedeManuel Castell, después de medio siglo entre bastidores e hilos de algodón, cartón prensado, pliegos cosidos y prensas, creyó que aquel olor a cola que envolvía su taller, un hedor insoportable que él tenía por el más excelso aroma, se le había subido a la cabeza. Pero se equivocaba. Los rumores eran ciertos. El remoto Arco del Vizconde estaba condenado al derribo. Y con él, el edificio donde don Manuel mantenía el taller de encuadernación que tanta gloria había dado a Murcia.

La apertura de la Gran Vía de José Antonio obligó al Consistorio a negociar con los propietarios la adquisición de cuantas casas se interponían entre los planos y la realidad. El objetivo era abrir una nueva arteria, moderna y espaciosa. Con el tiempo, la avenida devino en calle corriente y embudo infernal para el tráfico; pero nadie nos devolverá nunca los célebres baños árabes o el Arco del Vizconde.

En la plaza de Santa Isabel, con la última remodelación, se construyó una especie de réplica de aquel arco, que hoy siempre luce vivo y rodeado de flores porque alguien tuvo la genial idea de autorizar la instalación de una floristería. Justo enfrente, el Banco de España, cuya fachada fue necesario trasladar, piedra a piedra, pues antes estaba orientada justo al revés.

El Arco del Vizconde, por su céntrica ubicación, fue adquiriendo la pátina de la historia de la ciudad desde su construcción. Al temible corregidor Pedro Chacón no le tembló el pulso aquel mes de abril de 1836 cuando ordenó el derribo inmediato del convento de las Isabelas. Entre otras razones, para dar más aire a su propia residencia. No contento con este atropello, también renombró el solar resultante como Plaza de Chacón, si bien nunca cuajó denominación tan absurda.

La creación de esta plaza provocaría, en esta ciudad de provincias pero siempre atenta a las vanguardias, la creación de la primera promoción de viviendas de la historia. Y fue Alejo Molina, Vizconde de Huertas, liberal y compadre del corregidor, el avispado promotor. De entrada, aprovechó la parte de la plaza que no se había urbanizado para levantar una casa de vecinos. Junto a ella, en terrenos de su padre, Antonio Molina Berja, construyó un gran palacio en cuya traza destacaba el célebre arco.

El arco separaba las dos plazas y, al tratarse de una propiedad particular, dos puertas metálicas en sus jambas impedían el paso. Durante un tiempo, las cancelas sólo se abrían de día, hasta que desaparecieron. Y con ellas los incómodos pivotes que el Consistorio ordenó retirar. Sobre el arco, el vizconde colocó una imagen de San Alejo, patrón de la familia.

El entorno del palacete resumía el sabroso palpitar de la urbe antigua: un zapatero remendón, una profesora de piano, el más famoso sastre de la ciudad, al que llamaban Quico, o el taller de encuadernación de los Castelll atronaban con sus oficios la rutina cotidiana del corazón de Murcia. Cerca de allí, el antiguo callejón de la Parra, una de las calles históricas.

Los legajos atesoran la descripción, ya en el año 1417, de un horno de pan situado en este callejón y que abastecía las parroquias de Santa Catalina y San Bartolomé. También en cierta ocasión, la autoridad ordenó cerrarlo al paso por la noche debido «a las muchas ofensas que se causan a Nuestro Señor Jesucristo». Que cada cual imagine.

El palacio, de herencia en herencia, pasó a manos de Eduardo Martínez Palomo, conocido médico de niños, que residió en el inmueble hasta su demolición. El derribo se inició a mediados de agosto de 1954, aunque las negociaciones con los propietarios de los edificios afectados por la apertura de la Gran Vía se extendieron durante meses.

Algunos de ellos exigieron al Consistorio cantidades que oscilaban entre el millón y los dos millones de pesetas, lo que provocó las iras del regidor, quien amenazó con expropiarlos. No sucedió así con el taller del encuadernador Castell, que fue vendido por 250.000 pesetas. El Ayuntamiento, para agilizar los trámites del derribo, realojó a los vecinos en el barrio de Vistabella.

Junto al desaparecido arco se encontraba una plazuela, conocida como Plaza de Los Gatos, donde nació el compositor Fernández Caballero. El 10 de septiembre de 1886 fue rebautizada con el nombre del músico. La llamaban de los Gatos, según recordó el cronista Carlos Valcárcel, no porque abundaran los felinos, sino por vivir en ella una familia con ese apodo. Allí mismo, en la remota taberna del Desvío, se hicieron populares los llamados jefes de estación, tapa consistente en un trozo de magra frita y un tinto recio, cuyo primer chato asfixiaba y, cuatro o cinco más tarde, ya sabía a gloria.


– Artículo original de Antonio Botías en La Verdad.